TOC TOC
¿Quién es?
Somos nosotros, nos dicen Coronavirus
Llevaba siete días de cuarentena en perfecta armonía.
Sabía que iba a sobrevivir, que tenía algo a favor: su templanza; pero tenía
algo más que eso, lo que en el mundo de “antes” podría haber sido visto como un
problema o una obsesión, en este caso era algo que le jugaba a su favor: su
TOC.
No salía de su casa desde que habían decretado la
cuarentena obligatoria. Se había abastecido y calculaba todas sus provisiones
de manera tal que pudieran alcanzarle al menos durante una semana, puesto que
nadie sabía en qué momento se levantaría la cuarentena. Para eso combinaba los
alimentos estratégicamente. La idea era que le resultaran útiles, así que los
guardaba y empaquetaba prolijamente, les daba prioridades. Jamás había podido
llegar a semejante meticulosidad con su nutricionista.
Vivía sola en su departamento. Su único contacto desde
entonces con el mundo exterior había sido la televisión, internet, las redes
sociales, y sus ventanas que daban a la avenida Corrientes.
Su TOC era un mal necesario en este momento, lavarse las
manos hasta hacerlas sangrar, había sido su verdadera desgracia en el mundo de
“antes”. Aunque ahora pensaba que esa monstruosidad resultaba positiva.
El momento de mayor tensión durante esos días había sido
cada vez que tenía que sacar la basura fuera de su departamento. Y eso que no
tenía que bajar ni acercarse a un cuarto del pasillo de su piso. Simplemente
tenía que abrir la puerta alrededor de las seis de la tarde y dejar la bolsa en
el suelo justo al lado de su puerta. Para eso se ponía el barbijo y los
guantes, por si acaso, por las dudas, por prevención. Extendía su mano casi sin
asomar la cara y dejaba la pequeña bolsa en el suelo.
Pero al séptimo día algo ocurrió: se quedó sin
provisiones. Entonces tuvo que salir a la calle a comprar al supermercado de
abajo. Para eso se cubrió con su barbijo y una capucha, a pesar de que hacía
treinta grados de temperatura. Se puso los guantes y ropa vieja, para tirarla
una vez que volviera.
Bajó y alguien intentó saludarla; era el portero. Ella
huyó como si se tratara de un asesino. Entró al supermercado; llevaba gafas
oscuras. Miraba a las personas con desconfianza; todo el mundo le parecía
sospechoso. Sudó como nunca antes en su vida. Sentía que el virus estaba por
todas partes.
Salió del supermercado y, al llegar a la puerta de su
casa, la abrió torpemente. Había dejado preparado unos trapos de piso húmedos y
repletos de lavandina antes de salir, tres en la puerta de afuera y tres del lado
de adentro. Se limpió la suela de los zapatos en el trapo del medio de afuera
al tiempo que apoyaba las bolsas en ambos trapos a sus costados. Abrió la
puerta. Había dejado preparada una bolsa de consorcio abierta en la que dejaría
la ropa, arrojó allí los zapatos y se sacó la camperita, también la arrojó a la
bolsa de consorcio, metió las bolsas del supermercado adentro de su casa, cerró
la puerta empujándola con el dedo gordo del pie.
Se quitó la remera y el pantalón, el barbijo y los
guantes. Todo estaba adentro de la bolsa de consorcio. Quedó en bombacha. Echó
Lisoform a las bolsas, se puso otro par de guantes, sacó los productos de las
bolsas al tiempo que los rociaba con Lisoform. Cerró la bolsa de consorcio y la
sacó al pasillo, esa sería la basura del día. Luego, tomó un trapo con
lavandina y lavó cuidadosamente cada producto. Los guardó en su lugar
correspondiente y una vez que terminó todo corrió a ducharse al baño.
Yo estuve observando todo desde el estrecho espacio entre
la puerta y el piso. Inmediatamente llamé a una legión para que se acercara, no
sin antes advertirles del trapo de piso con lavandina. Pudimos pasar sin ningún
inconveniente, ni uno solo de nosotros lo tocó. Ya estábamos en el edificio
desde hacía días, pero íbamos a atacar todos juntos a la vez.
Cuando ella salió del baño fue el momento justo para
atacar. Vimos que sus manos sangraban, fuimos directo a ellas. Nos bañamos en
su sangre mientras ella intentaba curarse las heridas con gasas, pero sin
alcohol, ya que eso le ardería demasiado.
En poco tiempo la dominamos por completo, no solo a ella
sino a todo el edificio. Habíamos llegado desde Italia, pero no como sus
bisabuelos que habían tenido que viajar en barco. Nosotros viajamos más
“rápidamente” y “cómodamente”. Es más, viajamos en primera clase. Ahora íbamos
a seguir ese proceso de inmigración que años antes habían comenzado otras
bacterias; pero en este caso, la destrucción iba a ser de una vez y para
siempre. Nada de invasiones ni de conquistas, lo nuestro era epidemia.
Yo supe enseguida que me había contagiado; me di cuenta
por la tos, la fiebre, los dolores musculares y los calambres. No iba a volver
a salir a la calle y no iba a ir al médico, porque no quería sentirme peor de lo que me
sentía, rodeada de enfermos. Abrí el balcón y me arrojé desde el séptimo piso,
directo a la solitaria avenida Corrientes. Grité como loca mientras caía,
estaba horrorizada porque al empujarme de la baranda del balcón las manos me
habían quedado sucias.