miércoles, 9 de septiembre de 2020

El loco se ha vuelto mundo


 

Aves pastando el suelo

Las vacas salen de su hormiguero

El mundo se ha vuelto loco

Lo miran los ojos del ciego

 

La cresta de la oruga se encorva

Las garras de la serpiente resbalan

El mundo se ha vuelto loco

Lo palpan los dedos del manco

 

Una mariposa sale del huevo

Un mono me zumba al oído

El mundo se ha vuelto loco

Lo huele mi nariz sin agujeros




IMAGEN: ALDANA FALCÓN ROJAS 

https://aldanafalconrojas.webnode.com

https://www.instagram.com/aldana_falcon/

https://www.facebook.com/falconaldana/



lunes, 31 de agosto de 2020

Aquel frío


Aquel frío


Hay un frío que duerme en las noches

Debajo de almohadas de hielo

Tapado entre negros algodones

Tiritando escarchas de invierno

Y nadie lo oye pues está dormido

Apenas lo viste la oscura noche

Y tras gemidos mis oídos

Lo perciben entre el rocío

Que muerto de miedo

Sueña entre aullidos

Son los días que pasan

Aquel frío

Son los días que se fueron

Aquel frío

Son los días que vendrán

Aquel frío



miércoles, 1 de julio de 2020

TOC TOC ¿Quién es? Somos nosotros, nos dicen Coronavirus

TOC TOC

 

¿Quién es?

 

Somos nosotros, nos dicen Coronavirus


 

 

Llevaba siete días de cuarentena en perfecta armonía. Sabía que iba a sobrevivir, que tenía algo a favor: su templanza; pero tenía algo más que eso, lo que en el mundo de “antes” podría haber sido visto como un problema o una obsesión, en este caso era algo que le jugaba a su favor: su TOC.

No salía de su casa desde que habían decretado la cuarentena obligatoria. Se había abastecido y calculaba todas sus provisiones de manera tal que pudieran alcanzarle al menos durante una semana, puesto que nadie sabía en qué momento se levantaría la cuarentena. Para eso combinaba los alimentos estratégicamente. La idea era que le resultaran útiles, así que los guardaba y empaquetaba prolijamente, les daba prioridades. Jamás había podido llegar a semejante meticulosidad con su nutricionista.

Vivía sola en su departamento. Su único contacto desde entonces con el mundo exterior había sido la televisión, internet, las redes sociales, y sus ventanas que daban a la avenida Corrientes.

Su TOC era un mal necesario en este momento, lavarse las manos hasta hacerlas sangrar, había sido su verdadera desgracia en el mundo de “antes”. Aunque ahora pensaba que esa monstruosidad resultaba positiva.

El momento de mayor tensión durante esos días había sido cada vez que tenía que sacar la basura fuera de su departamento. Y eso que no tenía que bajar ni acercarse a un cuarto del pasillo de su piso. Simplemente tenía que abrir la puerta alrededor de las seis de la tarde y dejar la bolsa en el suelo justo al lado de su puerta. Para eso se ponía el barbijo y los guantes, por si acaso, por las dudas, por prevención. Extendía su mano casi sin asomar la cara y dejaba la pequeña bolsa en el suelo.

 

Pero al séptimo día algo ocurrió: se quedó sin provisiones. Entonces tuvo que salir a la calle a comprar al supermercado de abajo. Para eso se cubrió con su barbijo y una capucha, a pesar de que hacía treinta grados de temperatura. Se puso los guantes y ropa vieja, para tirarla una vez que volviera.

Bajó y alguien intentó saludarla; era el portero. Ella huyó como si se tratara de un asesino. Entró al supermercado; llevaba gafas oscuras. Miraba a las personas con desconfianza; todo el mundo le parecía sospechoso. Sudó como nunca antes en su vida. Sentía que el virus estaba por todas partes.

Salió del supermercado y, al llegar a la puerta de su casa, la abrió torpemente. Había dejado preparado unos trapos de piso húmedos y repletos de lavandina antes de salir, tres en la puerta de afuera y tres del lado de adentro. Se limpió la suela de los zapatos en el trapo del medio de afuera al tiempo que apoyaba las bolsas en ambos trapos a sus costados. Abrió la puerta. Había dejado preparada una bolsa de consorcio abierta en la que dejaría la ropa, arrojó allí los zapatos y se sacó la camperita, también la arrojó a la bolsa de consorcio, metió las bolsas del supermercado adentro de su casa, cerró la puerta empujándola con el dedo gordo del pie.

Se quitó la remera y el pantalón, el barbijo y los guantes. Todo estaba adentro de la bolsa de consorcio. Quedó en bombacha. Echó Lisoform a las bolsas, se puso otro par de guantes, sacó los productos de las bolsas al tiempo que los rociaba con Lisoform. Cerró la bolsa de consorcio y la sacó al pasillo, esa sería la basura del día. Luego, tomó un trapo con lavandina y lavó cuidadosamente cada producto. Los guardó en su lugar correspondiente y una vez que terminó todo corrió a ducharse al baño.

 

Yo estuve observando todo desde el estrecho espacio entre la puerta y el piso. Inmediatamente llamé a una legión para que se acercara, no sin antes advertirles del trapo de piso con lavandina. Pudimos pasar sin ningún inconveniente, ni uno solo de nosotros lo tocó. Ya estábamos en el edificio desde hacía días, pero íbamos a atacar todos juntos a la vez.

Cuando ella salió del baño fue el momento justo para atacar. Vimos que sus manos sangraban, fuimos directo a ellas. Nos bañamos en su sangre mientras ella intentaba curarse las heridas con gasas, pero sin alcohol, ya que eso le ardería demasiado.

En poco tiempo la dominamos por completo, no solo a ella sino a todo el edificio. Habíamos llegado desde Italia, pero no como sus bisabuelos que habían tenido que viajar en barco. Nosotros viajamos más “rápidamente” y “cómodamente”. Es más, viajamos en primera clase. Ahora íbamos a seguir ese proceso de inmigración que años antes habían comenzado otras bacterias; pero en este caso, la destrucción iba a ser de una vez y para siempre. Nada de invasiones ni de conquistas, lo nuestro era epidemia.

 

Yo supe enseguida que me había contagiado; me di cuenta por la tos, la fiebre, los dolores musculares y los calambres. No iba a volver a salir a la calle y no iba a ir al médico,  porque no quería sentirme peor de lo que me sentía, rodeada de enfermos. Abrí el balcón y me arrojé desde el séptimo piso, directo a la solitaria avenida Corrientes. Grité como loca mientras caía, estaba horrorizada porque al empujarme de la baranda del balcón las manos me habían quedado sucias. 


Jorge Darget
Publicado en El Diario Regional de Pilar, el 21 de julio de 2020

sábado, 6 de junio de 2020

Un desfile de hormigas en carnaval


Un desfile de hormigas en carnaval

 

Una razón suprema rige todas las cosas:

La razón de la hormiga y el cambio de la luna.

Ezequiel Martínez Estrada

 

Estaba yo sentado en el patio de mi casa, cuando vi de repente pasar a una hormiga con un trocito de pétalo de malvón fucsia que caminaba elegantemente en dirección quién sabe a dónde. Me llamó la atención el contraste de su color negro con su cargamento fucsia y me quedé observándola unos instantes. Inmediatamente vi que detrás de ella venía otra hormiga vestida de verde pasto y me pareció que bailaba, al ritmo del silbido del viento. Me di cuenta en ese momento de que lo que estaba viendo no era un desfile de hormigas que trabajaban sino una comparsa, un carnaval.

Detrás de ellas dos venía un número interminable de hormigas que parecía disfrutar del calor de febrero y de algunas pequeñas gotas que empezaban a caer a su alrededor. Parecía que danzaban y festejaban mientras marchaban por el patio de mi casa. De repente vi que una carroza de pétalos de jazmines se aproximaba muy rápidamente y que desprendía un aroma exquisito con el que todas las hormigas parecían extasiarse. Sus patitas danzaban rítmicamente y movían sus cabezas hacia ambos lados tratando de saludarme y de llamar mi atención. Detrás de la carroza de jazmines, llegaba una nueva fila de hormigas multicolores disfrazadas de alegrías del hogar, cada una llevaba flecos de colores que se mezclaban en una coreografía que creaba círculos que giraban, se comprimían y se volvían a expandir en movimientos meticulosos pero festivos.

A continuación, se veía una hormiga que bailaba arriba de otra y esta otra arriba de otra y así hasta alcanzar una altura de más de cinco centímetros, mantenían un equilibrio sorprendente a pesar del viento que silbaba y las gotas que caían a su alrededor que apenas las salpicaba transformándose en millares de gotas imperceptibles para el ojo humano, pero que yo podía ver.

Me invitaban a bailar, seduciéndome con su ritmo contagioso y vibrante. Yo movía mi pie acompasadamente y veía como disfrutaban de su fiesta interminable. Me saludaban, me sonreían y me tiraban besos. Sus caderas se movían sensualmente y desplegaban una y otra vez caravanas de flores, pétalos, trozos de pastos y palillos con los que tocaban una percusión a un ritmo muy contagioso que jamás había escuchado en mi vida.

Las gotas se volvieron más intensas y vi que las hormigas se desparramaban, se comprimían y descomprimían a la vez que seguían bailando y soportando el viento que se hacía más intenso. Se habían formado charquitos de agua que no las dejaban avanzar, pero ellas los rodeaban, danzaban en sus bordes y chapoteaban mientras cantaban canciones inarticuladas para mi oído. De repente, una hormiga perdió su disfraz, salió volando de ella como si una fuerza poderosa se lo hubiese quitado, luego vi que todas las hormigas estaban perdiendo sus disfraces, que empezaban a correr desesperadas y que huían de la tempestad que se les venía encima.

Las carrozas quedaron destrozadas, la inundación había causado el ahogo de algunas de ellas; solo pocas hormigas lograron escapar. Me quedé mirando el patio, ahora vacío, cubierto de agua, y entonces miré el cielo y comprendí que ante él todos éramos tan inocentes, ignorantes e indefensos que jamás llegaríamos a comprender lo que hay más allá. 

 

“Un apetito que espera la lluvia

Y el paso de las hormigas.”

José Lezama Lima



sábado, 23 de mayo de 2020

La casa de doña Blanca

La casa de doña Blanca

A Felisberto

 

Una vez, cuando yo era niño, en uno de esos tantos veranos en la costa, fuimos a visitar con mi abuela y doña Perla a doña Blanca a su casa. A mí siempre me gustaba visitarla porque creía que esa magnífica casa escondía un misterio.

Aquella tarde, entré decidido a descubrir qué era lo que a mí tanto me atraía, por eso cuando las tres viejas amigas se pusieron a conversar, yo me quedé en silencio observando a cada una mientras escuchaba atentamente lo que decían. Eran esas conversaciones de jubiladas en las que se contaban historias repetidas como si fuera un viejo disco que se escucha una y otra vez hasta el cansancio; ese disco por momentos sonaba rayado, desafinado, y yo no podía llegar a escuchar bien lo que decían aquellas canciones.  

Doña Blanca les contaba a sus amigas que desde que su marido había fallecido podía comprarse todo lo que ella quería y había empezado a viajar con el dinero de la herencia;  les contaba que a pesar de no tener a su compañero de toda la vida se sentía más jovial que nunca.

Mientras hablaban yo fijé mi vista en una foto en blanco y negro que colgaba de la pared y vi al difunto marido de doña Blanca que posaba con un gran pescado en su mano. La foto había sido tomada en el muelle, el hombre sonreía con sus largos bigotes y de repente pude darme cuenta de que me estaba sonriendo a mí. En ese momento me asusté, pensé que ese hombre se había dado cuenta de que yo lo estaba mirando y entonces pensé que saldría de la foto y les diría a todos que yo había descubierto el misterio; entonces dejé de observarlo y me hice el distraído.

Mi abuela hablaba efusivamente mientras hacía volteretas con sus dedos, doña Perla la escuchaba atentamente mientras tejía al crochet y doña Blanca, la dueña de casa, cebaba mate con su nueva pava eléctrica en reemplazo de su vieja y ollinada pavita de aluminio. Cada una hablaba de su marido ya fallecido y ninguna se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Entonces volví a mirar la foto y de repente vi que el marido de doña Blanca ya no estaba, ahora era yo el que sostenía ese pescado con una sonrisa en la foto. Me horroricé al verme desde el sillón en el que estaba sentado observándome a mí mismo.

Tenía que sacar la mirada y decidí dirigirla hacia los dedos de mi abuela que cada vez giraban con más velocidad como el ril de una caña de pescar, ese ril estaba oxidado y hacía un ruido parecido al de una pava de aluminio hirviendo y a punto de estallar.

Volví a mirar la foto para asegurarme de que había tenido una alucinación, pero confirmé que era yo el de la foto, aunque ahora estaba vestido con la misma ropa que el marido de doña Blanca. Por segunda vez quité la mirada y puse mis ojos sobre el tejido a crochet de doña Perla en el que la aguja entraba y salía de la lana como una pala al cavar un pozo, la pala entraba y salía del hueco con una velocidad y un movimiento impresionantes.

Por tercera vez miré la foto y para mi tranquilidad yo ya no estaba, el marido de doña Blanca mantenía el pescado sonriendo con sus largos bigotes.

En ese momento, doña Blanca apoyó su pava vacía en la mesa y se puso de pie. Miró la foto de su difunto marido, me observó con un gesto extraño y caminó hasta la foto. Al llegar allí, dijo:

–otra vez este marco que se corre, voy a tener que llamar al muchacho y pedirle que me coloque un clavo nuevo.

Me miró y me sonrió, yo le respondí con otra sonrisa. Pensé que ella me había descubierto, que sabía lo que ella también sabía, pero yo nunca supe realmente qué era lo que había descubierto aquel día.

 

Jorge Darget

 


lunes, 4 de mayo de 2020

El gallo canta tres veces antes de matar



El gallo canta tres veces antes de matar

Y vi que el gallo miraba curiosamente en derredor,
volviendo a nacer a la sorpresa calma de la vida,
después de un delirio que lo había poseído, tal vez a pesar suyo,
como un irresistible mandato de raza.

Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra


El hecho sucedió en Navarro, aunque lo mismo podría haber sucedido en Asia, ese mismo día, por la noche, aquel domingo festivo. Había amontonamiento de paisanos por todas partes y el alcohol sobraba. Las jaulas estaban sucias, llenas de excremento de gallos. El excremento se mezclaba con la tierra, con la sangre y con los paisanos. Cuando los pesaron, la casualidad del empate se debió a que, ese día por la mañana, Anselmo le había arrancado unas cuantas plumas a la hora de meterlo en la jaula, puesto que el gallo no quería moverse y, solo por la fuerza, su dueño consiguió meterlo en esa prisión que antecede a la muerte.
El juez tenía cara de galleta de campo, redonda y deforme, llena de surcos y de pozos como una calle de tierra arruinada por el paso de las carretas. Se acordaron las condiciones de la pelea. Los paisanos hicieron sus apuestas y la riña comenzó.
Para aquellos hombres iban cuarenta minutos de batalla, pero para esos gallos, aquel tiempo era una eternidad. Se miraron como pidiéndose disculpas, el destino los obligaba a matar. Durante unos instantes, sus cuerpos se recostaron el uno sobre el otro, cada uno trató de sentir los latidos del corazón de su oponente, estaban exhaustos. Pero luego de ese momento, el esclavo de Anselmo atacó consciente, en una especie de lucha por supervivencia del más fuerte. Su pico se transformó en el antecedente de la picana eléctrica, y con su arma letal, torturó a su enemigo una y otra vez. La víctima se retorcía, aleteaba, despedía sangre coagulada, enloquecía de dolor, mientras el asesino espantado ante tanto sufrimiento se dio cuenta de que tenía que parar. Se dio cuenta de que lo que tenía enfrente ya no era un ser vivo, sino más bien un cadáver que yacía tirado sin ningún rastro de vida.
Sonó la campanilla.  
Al volver a su casa, Anselmo se acostó en su cama y se quedó mirando un libro del que apenas podía deletrear el título -Fa-cun-do
Después de este esfuerzo sobrehumano, se echó a dormir. Pasadas unas horas se escuchó el canto del gallo tres veces…
Anselmo se acercó al gallinero para darle de beber al gallo, pero cuando entró, solo encontró a las gallinas y algunos huevos desparramados. Anselmo se preguntaba dónde diablos se había metido el gallo. Lo buscó con desesperación. Pensó en una venganza por parte de sus adversarios. Quizás se lo habían robado. Pero, en ese mismo momento, escuchó una voz ronca que lo llamó por detrás de su espalda:
Anselmo dijo la voz.
Al darse vuelta, Anselmo miró espantado al gallo que lo miraba con ojos de fuego. Los dos se miraron. Anselmo se dio cuenta de que era la misma mirada que el gallo siempre ponía antes de matar a su adversario. Entonces, sin ningún tipo de explicación racional, el gallo lo comenzó a acorralar como a una presa. Anselmo alcanzó a pegar unas patadas y manotazos. Sintió que el gallo había aumentado de tamaño unas tres veces, pero en la desesperación solo alcanzó a taparse los ojos, mientras sentía el dolor de las garras de acero del gallo que despedazaba su carne y el pico que se clavaba como un hacha en su cuerpo rompiéndole los huesos. Sus brazos se derrumbaron y lo último que Anselmo pudo ver fue el pico del gallo entrar y salir de sus ojos, una y otra vez.
Cuentan que a partir de ese día, el gallo siempre se aparece en las riñas como reclamando su paga; pero al no conseguirla, se va hasta el cementerio del pueblo, donde yace el cuerpo de su antiguo dueño; y allí, se para arriba de su epitafio y canta tres veces en posición de héroe mitológico como festejando su victoria.