lunes, 11 de enero de 2021

¡Ahí sa… le agua!

 ¡Ahí sa… le agua!


Carlos se despierta sudando de la siesta, con la garganta seca y todo empapado. Es pleno verano y la temperatura marca unos treinta y cinco grados. Le cuesta ponerse de pie, se tambalea y siente que su cabeza va a estallar.

Al llegar a la cocina ve a su mujer que se está abanicando. Se miran como resignados. Él se acerca a la canilla y apenas sale un hilito de agua. 


—Maldición —dice con la cara enrojecida y la marca de las sábanas pegadas a la cara.


—Juntá lo poco que sale así la guardamos en la heladera —le dice su mujer y, con las pocas fuerzas que le quedan, apoya su cara sobre el vidrio de la mesa, que al menos está fresco, aunque la temperatura de su rostro lo calienta. 


—¡Qué hijos de puta! Toda la vida laburando para estar así —dice Carlos rascándose la panza y busca el número de Aysa para hacer el reclamo. 


—No te gastes —le advierte su mujer—, estuve llamando todo el día y nadie atiende. 


—¡Pero la re puta madre que los re mil parió! 


Carlos se va al baño y no se aguanta las ganas. Quería hacer lo primero, pero lo segundo estaba en puerta. Intenta tirar la cadena y nada. No hay agua, ni siquiera un balde lleno para tirar. Teresa se queja del olor. Le dice que por qué no fue a cagar a la plazita. Él le contesta que la próxima va a ir a cagar a la puerta de Aysa y que después se va limpiar el culo con la boleta. 


Hace días, desde que comenzó el verano que en Villa Morra no hay agua. Carlos maldice a todos los condominios y a toda la gente que hizo guita con esos gallineros de lujo que hicieron en cada terreno. “La gente pensó que por vivir acá iba a tener un mejor nivel de vida. Y lo único que hizo fue cagarnos la vida a nosotros que vivimos acá hace décadas”, piensa y sigue mirando la canilla desbordado de bronca y angustia. Se sienta al lado de su mujer. 


—Si mañana esto sigue así, me preparo la carpa y nos vamos al río. 


—Yo no me muevo. 


—Mirá, Teresa, hace mucho que no vamos. No me parece mala idea —le dice con tono conciliador.  


—Te dije que no voy. Dejame en paz. 


Ahora Carlos apoya su cara en el vidrio de la mesa también. Respira y empaña el vidrio. Están sofocados. No es solo el agua. Sienten que su matrimonio pasó de ser un torrente de agua a una sequía sin remedio. Se odian más de lo que se aman. Se odian tanto como odian a Aysa. 


De repente comienzan a escuchar un goteo, luego un chorrito —Al crujido no lo escuchan— Carlos mira la canilla.  


—Ahí sa… le agua —dice Carlos. Pero el agua vuelve a hacerse hilo y a gotear y desaparece. La cara de carlos vuelve a apoyarse sobre la mesa. 

El vidrio estalla en veinte mil pedazos. 


Foto: gentileza del periodista Augusto Fernández Díaz


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