La casa de doña Blanca
A Felisberto
Una vez, cuando yo era niño, en uno de esos tantos veranos en la costa, fuimos
a visitar con mi abuela y doña Perla a doña Blanca a su casa. A mí siempre me
gustaba visitarla porque creía que esa magnífica casa escondía un misterio.
Aquella tarde, entré decidido a descubrir qué era lo que
a mí tanto me atraía, por eso cuando las tres viejas amigas se pusieron a
conversar, yo me quedé en silencio observando a cada una mientras escuchaba
atentamente lo que decían. Eran esas conversaciones de jubiladas en las que se
contaban historias repetidas como si fuera un viejo disco que se escucha una y
otra vez hasta el cansancio; ese disco por momentos sonaba rayado, desafinado,
y yo no podía llegar a escuchar bien lo que decían aquellas canciones.
Doña Blanca les contaba a sus amigas que desde que su
marido había fallecido podía comprarse todo lo que ella quería y había empezado
a viajar con el dinero de la herencia; les contaba que a pesar de no tener a su
compañero de toda la vida se sentía más jovial que nunca.
Mientras hablaban yo fijé mi vista en una foto en blanco
y negro que colgaba de la pared y vi al difunto marido de doña Blanca que
posaba con un gran pescado en su mano. La foto había sido tomada en el muelle,
el hombre sonreía con sus largos bigotes y de repente pude darme cuenta de que
me estaba sonriendo a mí. En ese momento me asusté, pensé que ese hombre se
había dado cuenta de que yo lo estaba mirando y entonces pensé que saldría de
la foto y les diría a todos que yo había descubierto el misterio; entonces dejé
de observarlo y me hice el distraído.
Mi abuela hablaba efusivamente mientras hacía volteretas
con sus dedos, doña Perla la escuchaba atentamente mientras tejía al crochet y
doña Blanca, la dueña de casa, cebaba mate con su nueva pava eléctrica en
reemplazo de su vieja y ollinada pavita de aluminio. Cada una hablaba de su
marido ya fallecido y ninguna se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Entonces
volví a mirar la foto y de repente vi que el marido de doña Blanca ya no
estaba, ahora era yo el que sostenía ese pescado con una sonrisa en la foto. Me
horroricé al verme desde el sillón en el que estaba sentado observándome a mí
mismo.
Tenía que sacar la mirada y decidí dirigirla hacia los
dedos de mi abuela que cada vez giraban con más velocidad como el ril de una
caña de pescar, ese ril estaba oxidado y hacía un ruido parecido al de una pava
de aluminio hirviendo y a punto de estallar.
Volví a mirar la foto para asegurarme de que había tenido
una alucinación, pero confirmé que era yo el de la foto, aunque ahora estaba
vestido con la misma ropa que el marido de doña Blanca. Por segunda vez quité
la mirada y puse mis ojos sobre el tejido a crochet de doña Perla en el que la
aguja entraba y salía de la lana como una pala al cavar un pozo, la pala
entraba y salía del hueco con una velocidad y un movimiento impresionantes.
Por tercera vez miré la foto y para mi tranquilidad yo ya
no estaba, el marido de doña Blanca mantenía el pescado sonriendo con sus
largos bigotes.
En ese momento, doña Blanca apoyó su pava vacía en la
mesa y se puso de pie. Miró la foto de su difunto marido, me observó con un
gesto extraño y caminó hasta la foto. Al llegar allí, dijo:
–otra vez este marco que se corre, voy a tener que llamar
al muchacho y pedirle que me coloque un clavo nuevo.
Me miró y me sonrió, yo le respondí con otra sonrisa.
Pensé que ella me había descubierto, que sabía lo que ella también sabía, pero
yo nunca supe realmente qué era lo que había descubierto aquel día.
Jorge Darget