sábado, 23 de mayo de 2020

La casa de doña Blanca

La casa de doña Blanca

A Felisberto

 

Una vez, cuando yo era niño, en uno de esos tantos veranos en la costa, fuimos a visitar con mi abuela y doña Perla a doña Blanca a su casa. A mí siempre me gustaba visitarla porque creía que esa magnífica casa escondía un misterio.

Aquella tarde, entré decidido a descubrir qué era lo que a mí tanto me atraía, por eso cuando las tres viejas amigas se pusieron a conversar, yo me quedé en silencio observando a cada una mientras escuchaba atentamente lo que decían. Eran esas conversaciones de jubiladas en las que se contaban historias repetidas como si fuera un viejo disco que se escucha una y otra vez hasta el cansancio; ese disco por momentos sonaba rayado, desafinado, y yo no podía llegar a escuchar bien lo que decían aquellas canciones.  

Doña Blanca les contaba a sus amigas que desde que su marido había fallecido podía comprarse todo lo que ella quería y había empezado a viajar con el dinero de la herencia;  les contaba que a pesar de no tener a su compañero de toda la vida se sentía más jovial que nunca.

Mientras hablaban yo fijé mi vista en una foto en blanco y negro que colgaba de la pared y vi al difunto marido de doña Blanca que posaba con un gran pescado en su mano. La foto había sido tomada en el muelle, el hombre sonreía con sus largos bigotes y de repente pude darme cuenta de que me estaba sonriendo a mí. En ese momento me asusté, pensé que ese hombre se había dado cuenta de que yo lo estaba mirando y entonces pensé que saldría de la foto y les diría a todos que yo había descubierto el misterio; entonces dejé de observarlo y me hice el distraído.

Mi abuela hablaba efusivamente mientras hacía volteretas con sus dedos, doña Perla la escuchaba atentamente mientras tejía al crochet y doña Blanca, la dueña de casa, cebaba mate con su nueva pava eléctrica en reemplazo de su vieja y ollinada pavita de aluminio. Cada una hablaba de su marido ya fallecido y ninguna se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Entonces volví a mirar la foto y de repente vi que el marido de doña Blanca ya no estaba, ahora era yo el que sostenía ese pescado con una sonrisa en la foto. Me horroricé al verme desde el sillón en el que estaba sentado observándome a mí mismo.

Tenía que sacar la mirada y decidí dirigirla hacia los dedos de mi abuela que cada vez giraban con más velocidad como el ril de una caña de pescar, ese ril estaba oxidado y hacía un ruido parecido al de una pava de aluminio hirviendo y a punto de estallar.

Volví a mirar la foto para asegurarme de que había tenido una alucinación, pero confirmé que era yo el de la foto, aunque ahora estaba vestido con la misma ropa que el marido de doña Blanca. Por segunda vez quité la mirada y puse mis ojos sobre el tejido a crochet de doña Perla en el que la aguja entraba y salía de la lana como una pala al cavar un pozo, la pala entraba y salía del hueco con una velocidad y un movimiento impresionantes.

Por tercera vez miré la foto y para mi tranquilidad yo ya no estaba, el marido de doña Blanca mantenía el pescado sonriendo con sus largos bigotes.

En ese momento, doña Blanca apoyó su pava vacía en la mesa y se puso de pie. Miró la foto de su difunto marido, me observó con un gesto extraño y caminó hasta la foto. Al llegar allí, dijo:

–otra vez este marco que se corre, voy a tener que llamar al muchacho y pedirle que me coloque un clavo nuevo.

Me miró y me sonrió, yo le respondí con otra sonrisa. Pensé que ella me había descubierto, que sabía lo que ella también sabía, pero yo nunca supe realmente qué era lo que había descubierto aquel día.

 

Jorge Darget

 


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