El gallo canta tres
veces antes de matar
Y vi que el gallo
miraba curiosamente en derredor,
volviendo a nacer a
la sorpresa calma de la vida,
después de un
delirio que lo había poseído, tal vez a pesar suyo,
como un
irresistible mandato de raza.
Ricardo Güiraldes,
Don Segundo Sombra
El hecho sucedió en Navarro, aunque lo mismo podría haber
sucedido en Asia, ese mismo día, por la noche, aquel domingo festivo. Había
amontonamiento de paisanos por todas partes y el alcohol sobraba. Las jaulas estaban
sucias, llenas de excremento de gallos. El excremento se mezclaba con la
tierra, con la sangre y con los paisanos. Cuando los pesaron, la casualidad del
empate se debió a que, ese día por la mañana, Anselmo le había arrancado unas
cuantas plumas a la hora de meterlo en la jaula, puesto que el gallo no quería
moverse y, solo por la fuerza, su dueño consiguió meterlo en esa prisión que
antecede a la muerte.
El juez tenía cara de galleta de campo, redonda y
deforme, llena de surcos y de pozos como una calle de tierra arruinada por el
paso de las carretas. Se acordaron las condiciones de la pelea. Los paisanos hicieron
sus apuestas y la riña comenzó.
Para aquellos hombres iban cuarenta minutos de batalla,
pero para esos gallos, aquel tiempo era una eternidad. Se miraron como
pidiéndose disculpas, el destino los obligaba a matar. Durante unos instantes,
sus cuerpos se recostaron el uno sobre el otro, cada uno trató de sentir los
latidos del corazón de su oponente, estaban exhaustos. Pero luego de ese
momento, el esclavo de Anselmo atacó consciente, en una especie de lucha por
supervivencia del más fuerte. Su pico se transformó en el antecedente de la
picana eléctrica, y con su arma letal, torturó a su enemigo una y otra vez. La
víctima se retorcía, aleteaba, despedía sangre coagulada, enloquecía de dolor,
mientras el asesino espantado ante tanto sufrimiento se dio cuenta de que tenía
que parar. Se dio cuenta de que lo que tenía enfrente ya no era un ser vivo,
sino más bien un cadáver que yacía tirado sin ningún rastro de vida.
Sonó la campanilla.
Al volver a su casa, Anselmo se acostó en su cama y se
quedó mirando un libro del que apenas podía deletrear el título -Fa-cun-do…
Después de este esfuerzo sobrehumano, se echó a dormir. Pasadas
unas horas se escuchó el canto del gallo tres veces…
Anselmo se acercó al gallinero para darle de beber al
gallo, pero cuando entró, solo encontró a las gallinas y algunos huevos
desparramados. Anselmo se preguntaba dónde diablos se había metido el gallo. Lo
buscó con desesperación. Pensó en una venganza por parte de sus adversarios.
Quizás se lo habían robado. Pero, en ese mismo momento, escuchó una voz ronca
que lo llamó por detrás de su espalda:
–Anselmo –dijo la voz.
Al darse vuelta, Anselmo miró espantado al gallo que lo
miraba con ojos de fuego. Los dos se miraron. Anselmo se dio cuenta de que era
la misma mirada que el gallo siempre ponía antes de matar a su adversario.
Entonces, sin ningún tipo de explicación racional, el gallo lo comenzó a
acorralar como a una presa. Anselmo alcanzó a pegar unas patadas y manotazos.
Sintió que el gallo había aumentado de tamaño unas tres veces, pero en la
desesperación solo alcanzó a taparse los ojos, mientras sentía el dolor de las
garras de acero del gallo que despedazaba su carne y el pico que se clavaba
como un hacha en su cuerpo rompiéndole los huesos. Sus brazos se derrumbaron y
lo último que Anselmo pudo ver fue el pico del gallo entrar y salir de sus
ojos, una y otra vez.
Cuentan que a partir de ese día, el gallo siempre se
aparece en las riñas como reclamando su paga; pero al no conseguirla, se va
hasta el cementerio del pueblo, donde yace el cuerpo de su antiguo dueño; y
allí, se para arriba de su epitafio y canta tres veces en posición de héroe
mitológico como festejando su victoria.
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